LA DEPRESIÓN SE DECIDIÓ A CAMINAR

En una biblioteca antigua cuyas estanterías parecían llegar al cielo, la Depresión se trasladaba con mucha dificultad; estaba muy inquieta. Era una figura oscura, cubierta por un manto raído que parecía absorber toda la luz a su alrededor. Había llegado a ese punto de la biblioteca buscando algunas respuestas, atraída por un poema escrito en un idioma que le resultaba extraño, casi arcaico. El poema era un espejo de su propia existencia, pero su lenguaje lleno de palabras antiguas y giros complejos, le resultaba impenetrable.

Ella se encontraba frente a un enorme libro abierto en un atril con las líneas del poema escritas en tinta quemada y sobria. Se levantó con dificultad, y empezó a leerlo. Las palabras parecían burlarse de ella, bailando en su mente sin revelarle su significado.

-¿Qué no sabías? –Murmuró la Depresión, leyendo las primeras palabras en voz alta. Su voz resonó en la biblioteca, pero en lugar de claridad, la frase dejó un eco de confusión en el aire.

Cerró los ojos tratando de comprender. Pero las palabras parecían cargadas de una intención que no alcanzaba a descifrar. “Seamos honestos, digamos nuestras verdades”. ¿Qué significaba eso? ¿Quién estaba hablando? ¿Era el poema o alguien más?

La Depresión suspiró, frustrada. Se sentía ridícula. Ridícula porque, a pesar de ser una entidad tan vieja como el tiempo mismo, no podía entender el lenguaje de los humanos que tanto decía conocer. Pero también en partes, se sentía impotente, grotesca, absurda, limitada.

-¿Qué no sentías? –Continuó leyendo, con un leve temblor en su voz. Las palabras hablaban de sombras, de leyes y azares de una soledad que parecía familiar, pero que aún se le escapaba. Se sintió como una extranjera en un mundo que debería ser suyo.

La biblioteca comenzó a responderle.

Los libros comenzaron a susurrar, en voces bajas y graves, desde las distintas estanterías donde se localizaban.

-¿Qué no conoces, Depresión? –Dijo uno de los libros más antiguos.

-¿Qué no deseas? –Añadió otro, con un tono más acusador.

La Depresión retrocedió, sintiendo que todo el peso de las palabras caía sobre ella. Las líneas del poema se entrelazaban con los susurros de los libros, formando preguntas que no sabía cómo responder.

-Soy un griterío escondido  –Dijo en voz alta, repitiendo las palabras del poema. ¿Era esa una descripción de sí misma? ¿O una acusación?

Por un instante sintió que los versos eran un reflejo de su propia naturaleza. ¿No era ella también una contradicción, una sombra que se alimentaba del miedo y la soledad, pero que a veces parecía casi necesaria?

-¿Qué es lo que no odias? –Preguntó la voz de un libro detrás de ella.

La Depresión se giró tratando de localizar la fuente, pero lo único que encontró fue su propio reflejo en un espejo polvoriento. El poema, como un eco, repetía las palabras en su mente.

“Tu conducta salvaje no es fortuita … sufrirás el peligro de tu misma hoguera”.

Quedó impávida. Por primera vez entendió algo: el poema no era un ataque ni una burla. Era un intento desesperado de los humanos por entenderla, por dialogar con ella. Y al mismo tiempo, era una denuncia. Las palabras escritas en ese español antiguo eran una confrontación con su propia esencia, una batalla entre el humano que sufría y la entidad que causaba ese sufrimiento.

-Siempre te mentiré … –Susurró sintiendo un peso nuevo en esas palabras. ¿Era ella quien mentía, o eran los humanos quienes le mentían a ella?

La Depresión se dejó tendida en suelo, incapaz de resolver el enigma del poema. Se sintió atrapada no solo por las palabras que no entendía, sino por el hecho de que esas palabras parecían exponerla.

Llegó al final del poema, y terminaba con una advertencia:

“Ya no me busques, aquí ya no existe la conciliación”

¿Podía ser cierto? ¿Habían los humanos decidido dejarla atrás, y buscar su propia solución? Por un momento, sintió una punzada de miedo. Si ellos no la necesitaban ¿Qué sentido tenía su existencia?

Pero luego, con un suspiro resignado, se intentó poner de pie, pero no lo lograba. No había podido entender completamente el poema, pero sí podía sentirlo. Era un desafío, sí, pero también una invitación a reflexionar. Aunque las palabras seguían siendo un misterio entendió que debía seguir leyendo hasta llegar a su final. Quizás en algún lugar entre sus líneas encontraría respuestas sobre sí misma, que ni siquiera sabía qué es lo que buscaba.

Llegó al final del poema y pudo descifrar lo siguiente: “Ponte te pie, que es lo que nosotros los humanos hacemos cuando tú estás presente, y camina. Caminamos largas distancias hasta que observamos que tú te aburres y nos abandonas; te alejas de nosotros por largos períodos”.

La Depresión logró ponerse de pie y permaneció en la biblioteca leyendo el poema una y otra vez, caminando y leyendo. A veces se sentía ridícula, pero al mismo tiempo sabiendo que en esa ridiculez había algo profundamente humano.

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